Su Cien años de soledad terminó de poner a la literatura de la región en el mapa mundial. Si bien ya habían emergido muchos escritores enormes, tal vez más enormes que el colombiano –piénsese en Borges sin ir más lejos o en algunos de los otros escritores del boom del que fue parte, como Guillermo Cabrera Infante, Juan Rulfo o el mismo Vargas Llosa– su novela vendió treinta millones de ejemplares y fue traducida a más de 35 idiomas y García Márquez empezó a gozar de una fama de rockstar.
La belleza simple de Cien años de soledad –por lo menos al lado de otros libros de la época, más experimentales, como Vistas del amanecer en el trópico, del cubano Cabrera Infante– fue un éxito instantáneo y global desde su publicación en Buenos Aires en 1967, cuando la industria editorial argentina era tan fuerte como para iniciar semejante explosión. Cien años de soledad fue una novela que nos deparó felicidades como ésta:
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de 20 casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”.
Hay, en esa escena deslumbrante, la de un nene yendo a conocer el hielo en un pueblo mínimo y ardiente, un pedacito de la infancia de García Márquez, la misma a la que seguramente hace referencia la novela cuando habla de un mundo tan reciente al que todavía le faltaban palabras: los años que pasó en su Aracataca, un pueblo diminuto y muy tórrido –puede llegar a padecer 50 grados– bien adentro de Colombia, junto a sus abuelos.
El, Nicolás Márquez, que había sido Coronel en la Guerra de los Mil Días –guerra civil colombiana entre 1899 y 1902– le contó historias bélicas, relatos que siempre son un modo de hablar de política, le enseñó a usar el diccionario y lo introdujo al “milagro” del hielo llevándolo con frecuencia a la United Fruit Company.
Ella, Tranquilina Iguarán Cotes, le contaba historias llenas de mitos y leyendas de la zona. Gabito fue ahí, con sus abuelos, el niño que sería el hombre que décadas después, en 1982, ganaría el Premio Nobel de Literatura, que discutiría intentos de acuerdos nacionales en la vertiginosa Colombia de hace 20 años con Andrés Pastrana –ex presidente de colombiano– y Felipe González –ex primer ministro español–, que se sentaría a la derecha de su amigo Fidel Castro pasara lo que pasara y cayera quien cayera, que impulsó en toda la región una forma hermosa de hacer periodismo, la crónica de no ficción, y podría contar a sus discípulos de a miles. El que declararía “Yo digo: ‘estoy de García Márquez hasta los cojones’” cuando sintió que la fama era un trabajo demasiado exigente. Gabito, entonces, en Aracataca allá por los años 30, tuvo su iniciación en las armas que usaría luego en esas decenas de libros suyos que le depararon la fama que lo tendría hasta los cojones. Pero contento también.
A esa infancia encantada de relatos bélicos y maravillosos le siguió una breve vida común con sus padres y luego el bachillerato, un internado para chicos prodigio. Ahí se sentiría “triste y ajeno” pero comenzaría a considerar a la literatura como un destino posible; cuando publicó su primer libro, La hojarasca, le dedicó un ejemplar a su profesor del colegio. Los padres presionaron y cuando terminó el secundario el chico prodigio fue derecho a la facultad de Derecho. La violencia política lo salvó de un destino de bufete y tal vez salvó a Latinoamérica de perderse una de sus obras dilectas: el Bogotazo, unas protestas masivas en 1948, fue reprimido con salvajismo y cerraron la universidad.
García Márquez se trasladó a Cartagena para seguir estudiando pero rápidamente se sintió libre de dedicarse a una de sus dos pasiones mayores: el periodismo. Trabajó para El Universal, luego para El Heraldo y mientras tanto no se privaba de darle tiempo a su otra pasión, la literatura: se sumó al “Grupo de Barranquilla”, con base en una librería y un bar, “La Cueva”, donde los jóvenes escritores, compañeros de trabajo en la redacción, se dedicaban a discutir las obras de grandes como Albert Camus, Virginia Woolf y William Faulkner, una de las mayores influencias tanto de García Márquez como de los otros autores del boom.
A partir de ahí, de ese trabajo en un diario y de esas discusiones en el bar seguramente regadas de ron y arepas, se acelera la vida de García Márquez: ya ronda los 25, lleva como marca las leyendas y las batallas oídas en la infancia, es apasionadamente periodista.
Pasa a trabajar a El Espectador, donde se convierte en el primer columnista de cine del periodismo colombiano. En 1955 da el paso definitivo: publica su primera novela, La hojarasca. Y publica, a modo de folletín en el diario en que trabaja, Relato de un naúfrago, una obra de arte de periodismo narrativo. Sufre la censura del régimen del general Gustavo Rojas Pinillas. La dirección del diario lo envía, para protegerlo, como corresponsal a Europa. Sigue escribiendo: en 1958 aparece El coronel no tiene quien le escriba. En 1959, luego de haber cubierto los juicios de la triunfante revolución cubana liderada por Fidel Castro en la isla, dirige Prensa Latina, la agencia de noticias que acompañó la revolución cubana y donde trabajaron también, por ejemplo, Rodolfo Walsh y Rogelio García Lupo. En 1960 pasa una temporada en los Estados Unidos hasta que le niegan la visa por considerarlo miembro del Partido Comunista. Se muda a México, donde se instala hasta sus últimos días.
La amistad y las pasiones políticas lo unirían y lo separarían de los otros miembros del boom. Sería en París, cuando ambos vivían allí, que se rompería su amistad con el otro Nobel, Mario Vargas Llosa. Las tensiones ideológicas –Vargas Llosa se alejaba vertiginosamente de la izquierda y García Márquez se comprometía cada vez más– y las tensiones amorosas –parece que Mario Vargas Llosa era muy celoso cuando joven y habría interpretado mal unos consejos de García Márquez a su mujer, Patricia, en ocasión de desaveniencia conyugal– terminaron con el vínculo de los dos escritores. El broche lo puso el peruano, al año siguiente, 1976, en México: le pegó una trompada al colombiano y le dejó el ojo negro.
Antes habrán discutido mucho de política: en 1971, el gobierno cubano encarceló al poeta Heberto Padilla. Los intelectuales de la época firmaron solicitadas pidiendo su liberación. García Márquez, que ya era el mundialmente famoso autor de Cien años de soledad, no: prefería tratar personalmente esos asuntos con Fidel. Vargas Llosa lo tildó de “cortesano de Castro”, Cabrera Infante lo acusó de sufrir de “totalitarium delirium”. Por su parte, García Márquez asegura haber ayudado a mucha gente a salir de la isla. En una entrevista del cronista estadounidense John Lee Anderson, contó que fue parte de una operación en la que se expatriaron “unas dos mil personas”. García Márquez ya era un diplomático sin cartera, un hombre de enorme peso político.
Escribió mucho más: los cuentos de La increíble y triste historia de la Cándida Eréndida y su abuela desalmada y la festejadísima y llevada al cine, Crónica de una muerte anunciada, donde desarrolla un thriller que empieza con el asesinato y reconstruye los hechos hacia atrás; un procedimiento muy novedoso en la era anterior a las series.
Y nos deparó, a varias generaciones, una experiencia inolvidable de lectura feliz: encontrar en la adolescencia, que es cuando suelen aparecer por primera vez los libros del colombiano, un ejemplar de Cien años de soledad aseguró, para muchísimos, horas de luminosa alegría. Y décadas de agradecimiento.
La revolución, la novela latinoamericana mundial, la conciencia política siempre activa e interviniendo en los hechos: esos rasgos de García Márquez lo hacen un hombre del Siglo XX. Mucho de eso que está terminando de des-aparecer con su muerte.
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